Postrado. Roto. Las lágrimas aflorando bajos sus párpados. Una tos que escondía un dolor al que ya estaba acostumbrado. El hombre sólo logró reunir fuerzas para gritar un nombre: el de su esposa, que sonó, firme y prolongado, más allá del espacio donde descansaba su cuerpo. Sin embargo, no esperaba respuesta.
Tras el grito, un ataque de tos profunda ahogó la voz del hombre que se sentía morir, y levantó una mano en un gesto fútil, como inútil había sido su lamento, fruto más de la desesperación que de la esperanza de recibir auxilio.
Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí, tumbado e indefenso. Abandonado. Esperando un desenlace final que no terminaba de llegar. La desolación se apoderaba de su mente, que bullía en un febril pandemonio de imágenes. Temía perder la cordura.
Pensó en sus hijos… a los que tal vez ya no vería; en sus compañeros de trabajo, que se preguntarían dónde estaba. Volvió a pensar en su mujer, deseando repetir su nombre y ser fuerte por ella.
Intentó incorporarse. En ese espacio pequeño, oscuro y húmedo sólo podía oler su sudor y oír el eco de su voz, las paredes parecían caérsele encima. Le dolían todas las articulaciones, pero no era eso lo que iba a detenerle. Consiguió levantar tu torso pese a la agonía, pero la cabeza comenzó a darle vueltas y el sudor formó ríos en su frente delirante. Al final, tuvo que dejarse caer, agotado, resoplando y con un fuerte pinchazo en el pecho que le hacía recordar la sed que tenía.
Palpó con la mano el suelo, buscando tal vez una botella, pero sólo encontró suciedad desparramada por todas partes, su ronca voz volvió a alzarse, agrietada como sus labios, en cuyas comisuras se acumulaba una sustancia blanquecina que sabía amarga como un limón.
Pensó en buscar su teléfono, pero no podía encontrarlo: no sabía dónde lo había perdido. Palpó su cuerpo, tan caliente al tacto que parecía estar hecho de lava, pero al mismo tiempo sentía frío, signo inequívoco de que su fin se le acercaba.
Creyó oír un golpe seco, y una voz que susurraba, llamándole. Las otras veces habían sido solo alucinaciones, pero debía intentarlo, o no recibiría ayuda alguna. Reuniendo las últimas fuerzas que quedaban en su cuerpo, logró suspirar el nombre de su esposa, al tiempo que su espalda se arqueaba y notaba que sus costillas estaban a punto de ceder. Tras su intento de grito, se desvaneció, notando cómo sus lágrimas parecían surcos de hielo en sus mejillas ardiendo de fiebre. Ya no pudo hacer más.
De repente, vio la cara de su mujer. Y con ella llegó la luz. Trató de dibujar una sonrisa en su maltrecha cara, y su mano se levantó hasta ser recogida por las de su esposa. En sus labios doloridos logró poner palabras, en un último y fúnebre mensaje para su mujer, preparado para descansar finalmente.
– Dile a los niños… que los quiero. Y que lo siento mucho.
Ella se llevó la mano a sus labios y le miró con ojos escrutadores. Acarició la frente de su marido, que parecía un cadáver, allí tendido, y entonces estalló:
– ¡Vamos, levanta! Que no tienes ni unas décimas y yo sólo me he ido diez minutos a hacer la compra. Desde luego, ¡los tíos cogéis una pequeña gripe y creéis que es el fin del mundo!