Un breve relato que te sumergirá en una concisa historia… muy curiosa by Carlos Peinado.
Un coche dio un volantazo y otro tuvo que poner a prueba sus frenos para no atropellar a ese hombre que había cruzado corriendo. Ambos conductores llamaron a la policía.
Los municipales no tuvieron problema para encontrar a ese hombre. De mediana edad, traje, maletín… ¡y una máscara en la cara! Cuando salieron del coche y se acercaron a él, estaba evitando a un par de niños, que le miraban divertidos y trataban de tocarle con sus sucias manos.
– ¡No dejen que me toquen! – Gritaba el hombre enmascarado, aunque su máscara fuese una protección hospitalaria y no un complemento criminal.
– ¡Tranquilícese y hable con nosotros! – Dijo con voz suave el agente Sánchez, para luego musitar a su derecha
– No parece ningún loco. ¿No es ese científico de la tele?
Los niños, aburridos, se dedicaron a tratar de toquetear las armas, esposas y limpiarse sus pegajosas manos en los pantalones de los policías, ante la mirada del sospechoso, que se bajó un poco la máscara para mostrar una cara serena y perfectamente afeitada y señaló a los niños como si fuesen un arma o una bomba.
– Yo de ustedes no dejaría que se acercasen tanto. Podrían estar infectados.
Y el hombre, que se identificó como un investigador famoso, explicó a los policías que había un grupo de epidemias mortales flotando en el ambiente. Hablaba con tanta seguridad y daba tantos datos que asustó a los agentes: que si los coronavirus, que si el bloqueo de fosas nasales y boca de cualquier contacto con otra saliva… Los policías apartaron a los niños, cuyas narices mocosas se habían convertido, tras la charla del profesor, en focos de virus peligrosísimos. Uno de los policías dijo que en las noticias habían dicho que China estaba en alarma.
– Pues imagínese lo que están ocultando – concluyó el doctor.
– Sé que suena egoísta, pero… ¿Podrían acompañarme a mi laboratorio? Es urgente y temo contagiarme. Me temo que estoy algo paranoico.
Al mismo tiempo, se abrazaba a su maletín, lleno de cosas, se notaba por lo abultado que estaba, por lo demás, estaba impecable y acostumbrado a llevar menos trastos.
Le metieron en el coche patrulla, aunque él evitó tocar nada y siguió con su mascarilla. El policía más joven le preguntó si quería que le dijesen algo a su familia.
– Mi mujer y mis hijos se han ido del país – dijo como si fuese lo más normal del mundo mandar a la familia fuera mientras una epidemia de la que la gente apenas sabía nada se extendía por todas partes.
Cuando el doctor llegó a su despacho, comprobó que hubiese Internet y abrió su maletín: pastillas de cafeína de su propia elaboración, decenas de tratamientos antigripales, montones de panfletos de comida y, por último, un elemento electrónico que había logrado sustraer sin sospechas gracias a los preparativos del viaje de su familia. Si su jefe se enteraba le echarían, pero era necesario: tras este fin de semana todo volvería a la normalidad, sus hijos volverían a jugar tranquilos y él podría volver a ver a su familia sin sentir nervios, sin remordimientos. Este fin de semana debía darlo todo de sí mismo.
Así que pidió un montón de comida basura, se tragó un montón de medicamentos y conectó la videoconsola. Le había costado un pastón mandar a su familia a Eurodisney, pero desde que había nacido su primer hijo, ¡llevaba quince años sin un fin de semana de Rodríguez!