Un breve relato que te va a sumergir en un mundo de sensaciones únicas. By Carlos Peinado.
Los pies le dolían… pero no tanto como la cabeza. Tiró la botella para que hiciera compañía a otros desperdicios y comenzó a cruzar el puente. Lo llamaban romano, pero ese puente tenía de romano lo que él de millonario. No se topó con nadie, pese a que no era demasiado tarde. Eso acentuó la sensación de soledad e hizo más firme su propósito.
Al llegar más o menos a la mitad del puente, se paró y pasó las piernas por encima de la valla: miraba hacia abajo, a la turbia agua del río que le había visto nacer. “¿De verdad a nadie le importaría si muriese? Miró hacia un lado, pero no vio nada, únicamente, a lo lejos, la antigua hidroeléctrica llena de pintadas. Después dirigió su mirada hacia el norte, esperando que hubiera alguien: un desconocido, un runner, quién fuese. Tal vez entonces no saltaría, aunque sólo fuese por evitarle el trauma a esa persona.
Pero tampoco había nadie, sólo la Ronda del Canillo y algunas luces que la atravesaban a toda velocidad. Intentó encontrar en su mente algo por lo que seguir adelante: trabajo no tenía, tampoco mujer ni hijos… la casa de su madre se la quitaban mañana. Para colmo apenas le quedaba batería en el móvil. Así que decidió que Talavera siguiera su curso sin él: que perdiese más población (él contribuiría esta noche a ello), y con eso peso político hasta convertirse cada vez en una ciudad más pequeña, en la que no quedasen ni ceramistas ni bares.
Estaba decidido a acabar con todo. Como no pudo saltar se dejó caer a plomo. Su último pensamiento fue para el padre al que apenas conoció, y le agradeció irónico que no hubiera sacado tiempo para enseñarle a nadar. Abrió los brazos y esperó el húmedo abrazo de su río Tajo. La caída fue breve y el golpe monumental.
El impacto casi le había partido el cuello, pero el fango había amortiguado en parte el choque, por lo que no perdió el sentido y, en lugar de ahogarse, se levantó hecho un guiñapo con barro y sangre por encima, además de toda la basura que se había quedado anclada en ese lecho de mosquitos y ahora era parte de la costra que le rodeaba.
Se levantó con esfuerzo y se dio cuenta de que el agua le llegaba apenas a la cadera… ¡Le habían tomado el pelo! Se arrastró hacia la orilla, con un fuerte dolor de huesos, las gafas rotas colgándole de una oreja y una mirada de odio en sus ojos marrones. Así que algún malnacido les había robado el agua del Tajo para que los talaveranos no pudieran ni suicidarse como Dios manda, ¡eso sí que no! Lograría que volviesen a traer el caudal a su río: tal vez le hubieran arrebatado la oportunidad de poder matarse, pero al mismo tiempo le habían regalado un objetivo en la vida.