Manos Mágicas

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La madre estaba preocupada. Su hijo mostraba un comportamiento realmente extraño. Había rechazado ver el móvil que ella, solícita madre, le había ofrecido mientras se dedicaba a no hacerle mucho caso. Después, se había acercado a hablar con unos niños y, ahora, para horror de su progenitora… acariciaba con su mano diminuta la milenaria roca de la muralla, como si extrajera de ella un milagroso poder.

Ella era una madre moderna, de las que habría querido tener para ella. Su hijo tenía más tecnología en su cuarto que un poblado de Tanzania: tenía dos móviles, televisión, dos consolas fijas, una portátil, un ordenador de mesa y una Tablet con tantas funciones que ella, personalmente, no podría haber utilizado correctamente en su vida. Pero su hijo, una rara avis donde las hubiera, seguía buscando su compañía y exigiéndole cosas como salir a la calle o una pelota para jugar. Ella aceptaba sin cuestionarle… pero la afición que tenía su hijo por plantar las manos en las cosas antiguas de la ciudad la enervaba.

Sin embargo, y pese a la docena de psicólogos infantiles que le habían hecho todo tipo de baterías de pruebas, su hijo era a todas luces equilibrado… y feliz. Él se reía, andando como si estuviésemos en los años 50, hablando con otros niños y tocando todo trozo de piedra, cerámica o ladrillo que se encontrase en su camino.

Resignada como era, la madre optó por ignorar los problemas de su hijo y aguantar estoica su pasión por pegar sus delicadas manos a todas esas reliquias mugrosas que estaban esparcidas sin ton ni son por la urbe. Su vástago tenía un don para encontrar cada resquicio del pasado en paredes, sótanos y monumentos. Luego, comenzaba a ridiculizarla pues, mientras ella charlaba con sus amigas y los niños normales doblaban sus espinazos para acercar la cara a sus pantallas, su hijo buscaba por todos lados y encontraba algo sobre lo que poner las manos. Y luego, para desesperación suya, se ponía a hablar.

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¡Porque esa era otra! Si su hijo se limitase a tocar cosas viejas, al menos no molestaría, pero se inventaba historias sobre el origen de esos objetos: ya fuesen las murallas milenarias, de las que se inventaba historias de muladíes arengando a las tropas que las guarnecían, hasta la puerta de Zamora, en la que, con las manos pegadas a la pared, hablaba de una mujer del siglo XVI, quejándose de que había sido encarcelada por unas deudas. Y las palabras de su hijo terminaban llegando a oídos ajenos… ahí estaba el problema.

Las semanas pasaron y su hijo persistía en su extraña actitud, aunque cada vez más niños se le unían y tocaban, curiosos, los mismos objetos, apartándolas enseguida al descubrir que no eran los objetos, sino las manos mágicas de ese niño las que le daban, aparentemente, el poder de contar esas historias maravillosas. Sin embargo, le oían embobados y, con el tiempo, muchos ancianos y algunos padres también se acercaban, aunque escuchasen apartados, negándose a reconocer abiertamente lo que esas historias tenían de fascinante.

Al final, la madre acudió a médiums, espiritistas y hasta a las brujas de la tele, intentando aclarar los poderes que, indudablemente, su hijo tenía. Pero ellos solamente le sacaron el dinero y le propusieron estrambóticas soluciones. Ella, temerosa, acabó colocando sus manos en los mismos objetos que su hijo, pero no escuchó nada, salvo las hermosas historias de su hijo. Ella decidió, resignada, darse por vencida, sin imaginarse lo que puede hacer la lectura junto a la desenfrenada imaginación de un niño…

…Y lo de las manos milagrosas: simplemente un reclamo del niño para que más gente se interesase por las historias de su ciudad.

Profesor en el colegio PVIPS Adalid Meneses en Talavera de la Reina, Miembro de la Asociación de Escritores Insomnes y guionista de Cómic.
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