Un breve relato que te sumergirá en una concisa historia …muy curiosa.
El anciano soltó a sus dos perros para que corriesen libremente: ya no podía seguirles el ritmo. Decidió sentarse junto con el joven que, absorto, con un cacharro electrónico en las manos, observaba la panorámica de la ciudad.
– Es bonita, ¿verdad? – le dijo el anciano, que era capaz hasta de hablar con sus perros con tal de empezar una conversación.
– ¿Qué?
– La ciudad, digo. Que es bonita.
– A mí no me lo parece – respondió refunfuñando el hombre, que no llegaría a los treinta años ni de lejos.
– No, hombre. Eso es porque no ha viajado mucho, y se cree lo que le dicen los que juzgan la ciudad sin darle una oportunidad. – hizo una pausa dramática – Por ejemplo, ¿qué es lo que no le gusta?
– Pues… no sé – titubeó el joven, que no paraba de darle vueltas a ese artilugio mecánico en sus manos – Por ejemplo, ese puente horrendo, que nos cuesta un pastizal.
El viejo, que tenía una inaudita capacidad de ver el vaso medio lleno, le explicó que, aunque en parte tenía razón, era un recordatorio constante para los talaveranos de las posibilidades que había tenido la ciudad y que, si querían ser algo, debían dar el salto y ocupar ambos márgenes del río, para crecer por encima de los cien mil habitantes y ser así considerados una gran ciudad y que se atendiesen sus exigencias.
– Europa aún cree en nosotros, por eso nos han dado ese puente. Si no lo sabemos aprovechar es culpa nuestra – el anciano suspiró y volvió a la carga – ¿Algo más que no le guste?
– Esas iglesias, casi siempre cerradas y tan enormes que te pelas de frío si entras.
El anciano volvió a la carga (al fin y al cabo, había sido profesor cuarenta años, y frenar rabietas le había dado de comer toda su vida) y le explicó que eso también era un recordatorio de lo grande que había sido Talavera en el pasado, con una colegial que ya querrían muchas ciudades. También le dijo que esa “iglesia-congelador”, que habían abierto por fin, era Santa Catalina, y que tenía verdaderas joyas dentro.
– Usted le ve cosas buenas a todo, ¿no? ¿Y qué me dice del paro, de la desilusión y de que la gente vaya a comprar hasta el palodú a Madrid?
– Bueno – dijo el anciano levantándose, pues sus perros estaban haciendo de las suyas y mendigaban algo de comida a una chica no muy lejos de allí – Mientras haya posibilidades de que la cosa mejore, hay que seguir peleando. Si dos ciudadanos podemos hablar, pese a los años de diferencia, sobre las mismas cosas que nos preocupan, tendremos una base sobre la que intentar cambiar las cosas. Y, siempre que queden jóvenes como usted, formados e inquietos… tendremos esperanza.
Así que, dándole dos toques en el hombro a ese extraño joven, el anciano se marchó en pos de sus dos animales de compañía. Y allí, sentado, viendo cómo el sol de la tarde buscaba cobijo en el lejano Portugal, inundando de una tenue luz los edificios de la ciudad, el genial estudiante de química desactivó el detonador que tenía en la manos.
Ese estudiante de matrícula había vuelto a su ciudad natal para volarla por los aires, usando un nuevo explosivo que había diseñado en su beca en el extranjero… Pero, al final, había decidido no detonar las bombas que había colocado en los cimientos de su ciudad natal, inspirado por ese desconocido.
– Vale, Talavera… supongo que todos merecemos una segunda oportunidad.