Sus manos expertas tomaron un poco de eneldo y lo echaron en una de las ollas que estaban en ebullición. Luego preparó una reducción de crema de pistacho. Era sumiller, y esa noche había decidido hacer una incursión en la cocina para sus amistades y familiares. Tenía un pequeño estudio que era principalmente una cocina y centenares de botellas por todas partes. Era Navidad, y su idea era lucirse delante de sus supuestos amigos. Demostraría que no sólo era un experto en maridaje, sino que era capaz de hacer una cena de diez platos. Estaba tan distraído en los fogones que no había leído los quinientos mensajes de su móvil.
Y es que, en ese pequeño amasijo de tecnología de mil seiscientos euros estaban recogidos, en forma de mensajes, la realidad de la vida de ese hombre que decía haber convertido la alimentación, el vino y el buen gusto en su vida. Pese a ser un hombre que se decía profundo… su entorno no lo era. Su verdadera pasión era el trabajo, y sus amistades no eran sino un complemento.
En el primer instante que tuvo para respirar, con sus dos hornos llenos, la olla a presión bien tapada y el abatidor lleno hasta los topes, salió a fumarse un cigarro y a echar una ojeada a su móvil. Es cierto que no esperaba ayuda alguna, pero le llamaba la atención que no hubiera llegado nadie, aunque fuese a beberse su selección de vinos, que era irresistible.
Fue comenzar a leer los mensajes y palideció. Se empezó a descorazonar poco a poco, y solo salió de su hechizo cuandola brasa quemó sus dedos y soltó un grito, que no era ni la mitad de potente que lo que sentía por dentro.
Todos le habían dejado, apilando mil y una excusas para no estar con él en su cena especial. Incluso su padre se había excusado diciendo que había quedado con sus compañeros del club de golf. Así pues, tenía comida para quince personas pero todos le habían dado la espalda.
Paseó por las calles casi vacías de su ciudad, mientras observaba en profundidad los mensajes de excusa, leyendo las incoherencias con las que sus supuestos amigos se excusaban a última hora. Por dentro, creyó morir. Arrojó, enfadado, el móvil por los aires, pero en lugar de caer en el Tajo, cayó en el paseo que estaba antes.
Mientras pensaba cómo bajar hasta allí, salió un hombre joven, y cogió el móvil con su mano temblorosa. “Lo que faltaba” pensó nuestro gourmet. “Para colmo ahora me roban el móvil… con la cosas importantes que tengo allí”.
Pero el joven no se largó corriendo, sino que subió pausadamente por las escaleras hacia él. Detrás se asomaron un buen grupo de indigentes.
Enternecido, decidió brindarles a ellos la cena que no habían querido sus familiares y amigos, pero tantos años comiendo en restaurantes de lujo le habían hecho descuidar lo más sencillo: ¡No dejar nunca una cocina desatendida! Y su casa ardía en llamas alimentadas por el vino. Al verlo, simplemente se desmayó.
Cuando recobró la consciencia, estaba en el hospital. Por suerte sus acompañantes habían podido apagar el fuego antes de que todo se perdiese, aunque su cena no era más que cenizas y química fracasada. Su desmayo tampoco había pasado del susto, así que siquiera le habían ingresado.
Cuando salió de urgencias, temblando de la tensión y frustración, observó que estaban esperándole… ¡y eso que, al final, no había podido invitarles a cenar! Uno de ellos le alcanzó un bocadillo envuelto en papel de aluminio: habían logrado rescatar algo del restaurante para hacer un tentempié.
Y allí, comiendo un bocadillo rodeado de desconocidos que no paraban de echarle mantas encima y preocuparse por él, descubrió cuál era el verdadero sabor de la Navidad.