En la planta superior del centro comercial, todo el mundo se giró ante los gritos del niño, cuyos alaridos desgarraban el espacio y los tímpanos de los dependientes. Su madre, una mujer emperifollada, una nueva rica, fingía muy digna que no pasaba nada, y se limitó a tirar de su hijo, arrastrándole fuera de allí, más dolida por el qué dirán que por el llanto de su vástago.
Pasaron por la zona de las películas, y los gritos seguían atrayendo todas las miradas. La madre cogió una película de dibujos al azar, la pagó con la tarjeta y se la ofreció a su hijo sin mirarle, pero este seguía tirando inútilmente de su blusa, tratando de decirle algo que ella prefería no escuchar. Metió el DVD en el bolso y arrastró escaleras abajo a su primogénito, que seguía con su cantinela para horror de los usuarios del centro.
El maldito crío no callaba, pensaba su madre, que no sabía reaccionar ante el berrinche de su hijo, que por lo general era tan calmado que le daba un poquito de asco. Se parecía a su padre, y no parecía que fuera a parecerse a ella, todo operaciones de estética y ambición.
Desesperada ante el espectáculo que estaba dando el crío, se paró y compró una Tablet, la más cara que encontró. No podía ser que ese engendro de seis años no se pasase el día pegado a una pantalla como un niño normal. Su marido, que era un antiguo, incluso le sacaba a la calle a jugar al fútbol, como si fuesen prehistóricos. Ella no aprobaba esa actitud porque el deporte, de toda la vida, se hacía en el gym. Jugar en la calle era para pobres.
Pero su hijo, pese a tener delante una ventana para alejarse del mundo, se limitó a mirar entre lágrimas la Tablet, y en lugar de calmarse, se limitó a gritar y a llamarla “mamá”, tratando otra vez de llamar su atención. Pero ella no iba a picar: eso de hablar con los hijos lo debía hacer su marido, ella se limitaba a ir de compras y de restaurantes. Así que decidió quedarse para ella la Tablet y seguir tirando del chaval, que seguía erre que erre con sus quejas y sus “mamás”, hasta el punto de que esa mujerona embutida en un traje de dos mil euros accedió a hacer lo que más asco le daba en la vida: atacar la debilidad, seguramente una tara genética, que su marido y su hijo compartían… compraría un libro, esas cosas asquerosas que olían a tinta y a papel.
Pero el niño debía estar malo de verdad, ya que no hizo caso en su fastidioso intento de que se fijase en algo. Desesperada, y dispuesta a hacer cualquier cosa antes que establecer una conversación con su hijo, a punto estuvo de unirse a la escena y romper a llorar. Entonces, vio a su salvador abriéndose camino entre las marujas: un fornido guardia de seguridad que tenía cara de ser un animal. Seguro que él podría poner en su sitio a su hijo. Al fin y al cabo, seguro que un hombretón como él podría darle la torta que su hijo estaba pidiendo, según ella, a gritos.
El guardia, que sólo tenía desprecio en su mirada y viril musculatura bajo el uniforme, llegó hasta ellos, se agachó, cruzó un par de palabras con el lloroso niño y, con una delicadeza increíble en esas manos enormes y llenas de pelo, ayudó a desligar la cremallera del pantalón del niño, con la que su madre le había pillado su cosita al subirle la bragueta en el servicio de la última planta, y que era de lo que venía quejándose la criatura.
El niño, al fin, dejó de llorar, respiró tranquilo y sonrió cuando el guardia le guiñó un ojo al tiempo que se levantaba. La madre trató en vano de darle una propina y, ante la negativa, terminó marchándose, meneando su culo orgullosa, creyendo que era la mejor madre del mundo por calmar a su hijo sin haber hecho nada.