He cambiado, ya no soy el mismo hombre. Mi metamorfosis se ha producido. Lo veo en mi piel ajada, no por el paso del tiempo sino por la vileza del acto que voy a cometer, no con mis manos, pero como si lo fuera. Hoy me siento el Poncio Pilatos bíblico mismo. Me desprecio.
–Señor Demort, todo está listo.
–Matilde, ¿tendré perdón? ¿podré seguir con mi vida? …
–Señor, no le juzgo. No tengo hijos. No sé lo que haría. Entiendo que la desesperación…
–Sí, la desesperación puede matar la cordura.
Observo cómo vuelve sobre sus pasos y entra en la sala contigua al salón. Noto la frialdad que sale de ahí, como si quisiera dañarme. Todo el interior es blanco: desde la camilla del centro hasta los dos hombres ataviados con sus batas. La monocromía la rompen el instrumental quirúrgico y un pequeño container metálico junto a él.
–Necesito una copa. ¡El aire es irrespirable! ¡Esta frialdad que sale de la sala contrasta tanto con la calidez del salón! ¡Es raro, no se mezclan en un solo ambiente, más bien parece que una atmósfera quisiera imponerse sobre la otra! ¿Lo sientes Matilde?
–Tranquilícese, señor. Es producto de su conciencia. Piense en su hijita, pronto estará sana, con toda la vida por delante.
Me desplomo en mi sillón, cojo el retrato de mi hija.
–Por ti no me importa condenarme. Eres la luz de mi firmamento. La llevas en tu piel, una marca de nacimiento en tu mano, una mancha marrón que dibuja casi con exactitud una estrella de cinco puntas. Mi brillante estrella. Papá te arreglará tu corazón y brillarás con más fuerza.
Miro hacia la puerta que se abre de golpe. Un hombre joven y bien vestido porta un pequeño bulto envuelto en una sábana blanca.
–Traigo lo que me encargó.
–Ponlo sobre aquella camilla. Mi hija vendrá enseguida.
Marco en mi móvil mientras observo la camilla como un halcón a punto de capturar a su presa. El cuerpo sin vida de una pequeña elegida al azar, un sacrificio involuntario, aunque parte de ella vivirá en mi hija. Un corazón sano para reparar otro estropeado.
–Justine, es la hora. Trae a nuestra niña.
Cuelgo sin esperar respuesta. Me sirvo otra copa con hielo. La espera me ahoga.
–Frank, ¿Qué mira en el retrato? Esa es mi dulce hija.
El móvil no deja de sonar. Siento que el frío de mi copa me traspasa, petrificándome. Miro hacia el bulto aún tapado con la sábana. Una manita inerte se desliza fuera. Reconozco al instante la marca.
En mi mente enajenada imagino un lienzo en blanco sobre el que emerge una diminuta figura marrón, perfectamente contorneada: una estrella de cinco puntas. La visión permanece un instante. Después, nada.
– Señor, yo… no sabía… ésta… ésta es la niña que elegí.
-Elena Vera de Castro-