El día nacía y en el horizonte se dibujaba un sol reluciente que se elevaba por entre aquellas nubes suaves y blancas. Nada hacía presagiar que fuera a llover.
Mi madre siempre me había dicho: “¡Niña! El pasado es historia, el futuro un misterio y este momento es un regalo”.
En esos pensamientos estaba yo cuando me dirigía a casa de los abuelos, es verdad que allí el pasado seguía condicionando lo que éramos, pero ese día perseguía disfrutar de un momento, junto a mi familia, que me hiciera superar todas las añoranzas.
Cuando llegué, el abuelo se acababa de levantar. Olía a jabón de “Heno de Pravia”, por lo que deduje que ya había hecho el aseo. Iba con su bastón de madera de roble, despacio. ¡Qué vulnerable le sentía! Se dirigió a la cocina, ese lugar donde todo había pasado y donde todo todavía tenía que pasar.
La cocina era sencilla, de pueblo, como las que no quedan. Una cocina de leña servía para calentar el ambiente y cocinar. La mesa central y las sillas de nea, componían un mobiliario bastante austero. Un armario de vitrina era la joya más importante y contenía una vajilla, si aquello se podía llamar así, porque eran platos de diferentes modelos, en algunos casos con arañazos, desconchones; pero eran nuestros platos, los de toda la vida.
La cocina era la pieza principal de la casa y en ella no sólo se cocinaba, sino que era el punto de encuentro de todos, tenía vida propia. Que el abuelo está triste, la tristeza acampa a sus anchas por entre esas cuatro paredes; que el nieto está bullicioso, el alborozo lo impregna todo; que mi madre se ha levantado cantarina, pues asistimos a un concierto magistral; todo en aquella cocina. Si hablara esta cocina, hablaría de las emociones de unos y de otros. Emociones intensas, frustradas, vividas y compartidas, y que yo, esa mañana, necesitaba sentir de nuevo.
Observaba y olía, y poco a poco lo que yo recordaba se estaba haciendo realidad. Era el momento más esperado de esa mañana.
Mi madre empezó a repartir, primero el desayuno del abuelo, una taza de leche humeante y sus galletas María. El nieto, al que, entre sollozos y bostezos, le acababan de sentar en su trona, recibió también su taza de leche con Cola Cao y las galletas María del abuelo.
Empecé a preparar el desayuno a mi madre. Ella olía a colonia de bebés e imaginé que había compartido la misma que había puesto a su nieto.
¡Qué grande era esa mujer que me había dado la vida, cuidaba de su padre, de su nieto y de todas nosotras! Este ambiente es el que yo recordaba y se había hecho presente una vez más para alegría de todos. ¡Y me vino a la cabeza lo que decía mi madre: “El momento presente es un regalo“ ¡Y qué regalo! Y en esa cocina, junto a mi familia, me sentí reconfortada, amada y arropada.
-Mercedes García Cano-