Nuestro colaborador Carlos Peinado nos trae un breve relato que te sumergirá en una concisa historia muy curiosa.
El médico se quitó las gafas y se masajeó el puente de la nariz, agotado. Ya habían acabado los que tenían cita, pero aún quedaban las urgencias. Necesitaba un café. Estaba a punto de tomarse un descanso cuando un hombre joven, grande, casi gigantesco, entró sin esperar a que le llamasen, con una camisa que pugnaba con no estallar debido a su lucha con la enorme musculatura del nuevo paciente. Además, tenía una mandíbula cuadrada y una expresión que, de no ser por una pequeña rojez en su frente, parecía una estatua. En sus manos, estrujaba el último ejemplar que jamás se publicase de Interviú.
Pese a sentirse intimidado por esa mole, el médico le pidió que se sentase. Ese gorila con pinta de humano lo hizo y, acto seguido, se puso a llorar, casi automáticamente. Como una tormenta cayeron sus lágrimas y, al igual que la gota fría, dejó de hacerlo de repente y se recompuso como si no pasase nada. El médico, que creía haberlo visto todo, no supo cómo reaccionar.
– ¡Tiene que ayudarme! – El grito sonó más a amenaza que a súplica.
– Cada primavera me pasa lo mismo.
El médico se había despertado de golpe, y le interesaba ese paciente que, a todas luces, estaba sano como un roble… seguro que estaba como una regadera, así que le derivaría a psiquiatría.
– Me pasa cada año… lo llevo en la sangre – dijo en voz baja el musculado joven, con las lágrimas pugnando por salir una vez más.
– Yo lo intento, he tomado todo lo que me han dicho, he evitado los sitios más peligrosos, pero algo dentro de mí, con una fuerza sobrehumana, me asalta cuando menos lo espero y ¡zas! – dijo al tiempo que golpeaba la mesa con su manaza gigantesca. Los bolígrafos rodaron por la mesa y cayeron al suelo, y el médico se preguntaba cómo había aguantado la endeble mesa tamaño golpe.
La enfermera entró alarmada por el golpe y el joven se limitó a mirarla de arriba abajo, como si tuviera rayos equis en los ojos. Ella se retiró con la cara visiblemente roja.
– De verdad que no puedo controlarlo… simplemente me hierve la sangre y tengo que hacerlo, esté donde esté: en un ascensor, en el trabajo e incluso en mitad de la calle. ¡No puedo evitarlo! Incluso me han llegado a echar de algunos trabajos, ¿sabe? Y mi vecina amenaza con denunciarme – Dijo mirándose las manos como si estuviesen sucias.
– ¿Y le pasa desde hace mucho? – Dijo el médico, intentando meter baza en el monólogo de ese gigantesco ser que parecía estar confesando un crimen.
– Cuando era pequeño jamás me pasaba, pero en cuanto llegó la pubertad, mi problema empezó… al principio era capaz de controlarlo, pero ya no. No puedo evitarlo: he probado la meditación, intentar frenarme usando la fuerza. Pero, cuando llega el impulso, es incontrolable. Mi novia me ha dejado hace una semana por culpa de “mi problema”.
– Vaya, ¿y cuándo ha tenido el último episodio? – Preguntó el médico.
– El otro día me topé con mi nueva jefa cuando, no sé si sería por su perfume o por qué leches, me vino esa necesidad… por suerte me pude meter en el ascensor para que la cosa no fuese a peor, y estuve lo menos cinco minutos sin parar. Cuando salí del ascensor estaba toda mi oficina mirándome, asustados por haberme oído… mucho me temo que me vayan a despedir, de momento me han sacado de los grupos de Whatsapp… ¡Ayúdeme, doctor! ¡O me suicidaré!
El médico se levantó y puso una de sus manos en el hombro hipertrofiado de su paciente, intentando consolarle como si fuera un niño.
– Al menos no le ha hecho daño a nadie. No se preocupe, la medicina ha avanzado muchísimo, y con el bromuro y ciertos químicos podremos controlar esos impulsos que tiene. Al venir a tiempo al menos podremos evitar la cárcel.
–¡Qué dice usted de cárcel! ¡Yo sólo quiero que me dé el antihistamínico más fuerte que tenga contra esta alergia de mierda!