Un breve relato que te va a sumergir en una concisa historia muy curiosa.
Estaba emocionada. No podía creérselo. En su vida sin títulos y en la espera de una llamada para un reality, esa carta suponía el primer peldaño en su escalera a la fama. Era una invitación oficial a la feria. No recordaba que hubiera feria en abril en Talavera, pero tampoco era una mujer de leer el periódico, así que no se enteraba de esas cosas. La invitación era firme, estaba firmada por el alcalde, y eso sólo significaba una cosa: ¡protagonismo! Decidió documentarse y buscó información para ser el nova más en la feria.
Su madre, resignada, pidió su enésimo crédito en una página web y, entre todos, pensaron cómo gastarse esos tres mil euros que no sabían bien cuándo tenían que devolver: primero se fundió ciento sesenta euros en un recogido de peluquería, un moño tan apretado que la sonrisa no era una opción, con las horquillas tensando la piel como si fuesen jarcias de un barco.
Después se había comprado el vestido de faralaes más caro y ceñido que encontró, de una talla treinta y seis. Mientras vecinas y amigas se aglomeraban tras ella, se observó en un espejo, mentalizándose para meterse en esa cárcel de seda. La envolvieron en una gasa para sujetar sus carnes y poder entrar en ese vestido de talle imposible. Cinco mujeres tiraron, ora del vestido, que a punto estuvo de descoserse, ora de la pobre muchacha, metiéndola literalmente por el escote, tapando luego con maquillaje los moratones que habían dejado sus dedos. Al terminar, parecía una chistorra, o al menos así se sentía.
La maquillaron después, las mismas mujeres, cada una a su manera, de forma que parecía un cuadro de Kandinsky, de tanta pintura que llevaba. La calafatearon como si fuera un barco, aunque con algo más de mimo. Menos mal que la abuela se dio cuenta de que, entre lo embutida que estaba, y el polvo que flotaba entre base de maquillaje y demás afeites, su nieta estaba a punto de desmayarse. La despejaron pinchándole con alfileres las mejillas (según su madre el mejor colorete natural) y le pusieron unos aretes en cada oreja que parecían anillas olímpicas.
El resto del dinero, que tan alegremente habían gastado, se invirtió en una calesa tirada por dos yeguas blancas y conducidas por un rudo andaluz al que no pudieron convencer para que cantase flamenco mientras fustigaba a las pobres bestias.
Se dirigió a los arcos del Prado sintiéndose como una princesa mora, montada en su calesa y saludando con la mano como si fuese una reina, o le faltase un hervor, a toda la gente que la miraba boquiabierta por la calle, a los niños que la señalaban con el dedo y a los policías que se quitaban la gorra y se rascaban las canas sin saber muy bien qué hacer. Notó el ruido de la multitud y, encantada, bajó de su carruaje, angustiada por la atención y por la falta de oxígeno, sonriendo a todos y sujetando en su mano el abanico y la invitación del ayuntamiento a la feria.
Una delegación se le acercó mientras la hacía gestos. Y ella saludó como había leído en la página web sobre “cómo triunfar en la feria”.
-¡Ya estoy aquí!- gritó nuestra protagonista, al tiempo que luchaba por meter tripa para evitar que el vestido explotase. -¡Que viva la feria de abril, miarma! ¡Denme un rebujito, la virgen!
-Señorita- le respondió seriamente el encargado del ayuntamiento- Haga el favor de no hacer el indio y de retirar la calesa… ¡Está bloqueando la entrada a la feria del libro!