Huída sobre ruedas

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El coche volaba a ciento sesenta por la autopista. Normalmente no corría tanto, pero cada vez que miraba por el retrovisor y veía ese Nissan Crossover siguiéndole, su pie insistía sobre el acelerador.

El coche estaba cargado hasta los topes: el fruto de todo el trabajo de un año estaba en esos paquetes y maletas, ocupando cada centímetro cúbico de su modesto vehículo. Por eso no podía correr tanto como quisiese. El sudor le corría por las sienes y su sonrisa era una mueca tan horrible que los demás ocupantes del turismo callaban, muertos de miedo. Hacía tanto calor porque había quitado el aire acondicionado, a ver si así corría algo más.

Llevaban de ese modo desde Madrid. Al principio había creído que era una casualidad, pero creyó reconocer el coche y empezó a ponerse más y más nervioso. Probó bajando la velocidad, pero su perseguidor le imitó. Desde su posición podía ver al conductor, con unas gafas de sol enormes y una sonrisa en los labios. Sólo de recordarlo le daba escalofríos.

También había intentado separarse de él abandonando la A3 y metiéndose en alguna desviación, esperando que fuese mera casualidad lo de seguirle: al fin y al cabo hay conductores que siguen a un coche de forma instintiva, como si les diese miedo adelantar incluso en autovía. Pero allí había estado siempre, detrás de él, suficientemente cerca para ver esa expresión de autosuficiencia en su semblante.

Pensó dar un frenazo, pero el coche que le perseguía era más grande que el suyo. Seguramente el accidente sería desastroso para él, así que se resignó a intentar jugar a ver quién se le acababa primero la gasolina.

Parecía que estaba ganándole distancia, de repente empezó a notarse más la distancia, hasta que su perseguidor amenazaba con perderse de su vista por el retrovisor. Entonces, en el súmmum de su felicidad, un pequeño destello, que él interpretó como un guiño de los ángeles, le llamo la atención. Lleno de felicidad, no se había dado cuenta del fogonazo del radar y se topó con un control de la guardia civil que le esperaba medio kilómetro más adelante. Los gestos que le hacían eran claros, así que paró. Seguramente el bastardo que le seguía tenía alguno de esos chivatos ilegales de radares…¡por eso había frenado!

Cuando el guardia civil llegó a la ventanilla, el hombre lloraba de frustración. Cuando abrieron el maletero, su carga, metida a presión entre varias personas de madrugada, cayó y se desparramó sobre el suelo, ante la atónita mirada de los policías y del pastor alemán que no sabía qué hacer ante tanto estímulo. Mientras salía del coche, observó cómo el conductor del Nissan pasaba muy despacio, mientras la guardia civil le daba el paso libre y en sus labios se leía claramente un “mala suerte”. Gritó y se intentó abalanzar contra el coche, que ya se iba. Los guardias se le echaron encima y se pasaron un buen rato haciéndole todo tipo de preguntas y pruebas, mientas otros ayudaban a ordenar el contenido del maletero de nuevo.

Al final todo se saldó con una gran multa, y fue su mujer la que tuvo que llevar el coche, cargado con todo lo necesario para pasar las vacaciones, hasta el resort de Alicante que compartían con el resto de la familia. “Desde luego, Manolo”—dijo su esposa con un tono de rencor en su voz—“Nunca entenderé ese pique estúpido que tienes con mi hermano”.

Profesor en el colegio PVIPS Adalid Meneses en Talavera de la Reina, Miembro de la Asociación de Escritores Insomnes y guionista de Cómic.
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