El hombre del andén

Un breve relato que te va a sumergir en una concisa historia muy curiosa. By Carlos Peinado.

El hombre, de un salto, se dejó caer sobre la vía del tren, ante la atónita mirada de los pocos que esperaban en el andén. Dos viejas salieron pasito a pasito a buscar ayuda. La estación de Talavera estaba en silencio.

Mientras tanto, en mitad de la vía, el sujeto rememoraba lo que le había empujado a arrojarse a ella. Según él, no le habían dejado otra opción.
Primero su casa: en su casa le volvían loco. Tres hijos eran demasiado, y entre ellos, la televisión siempre encendida y su mujer, no le dejaban un solo instante para sí mismo. Y aunque les quería con locura, no le había quedado más remedio que buscar el reposo contra el duro acero del ferrocarril.

“Refúgiate en el trabajo” había pensado, para huir de esa familia que no paraba de pedirle cosas y más cosas, como si su sueldo se pudiera alargar como un chicle. Pero entre que no le pagaban las horas extras, y que los clientes no paraban de quejarse de los precios, de que debían dinero y un montón de cosas mientras que apenas compraban dos tonterías le daban ganas de decirles:, “¡que esto es una ferretería, no me cuenten a mis sus neuras!”, pero al final siempre le faltaba valor. Y no paraba de oír a gente hablando a todo volumen: los clientes, los compañeros, su jefe… añadiendo decibelios a su vida, quitándole cada vez más pelo de su estresada cabeza y acercándole, poquito a poquito, a esa resolución de las vías del tren.

Habría optado por refugiarse en el bar, como hacen muchos españoles, pero para él, que no le gustaban ni el fútbol, ni los toros, y encima tenía la tensión alta y diabetes, un bar era casi peor que su casa… esa casa que debía pagar hasta que se jubilase, con una hipoteca a treinta años y con unos nuevos vecinos que no paraban de gritarse por la noche, y ¡encima no estaban pagando la comunidad! Y el presidente acudía siempre que le sentía para decirle que no le llegaban las cuentas, que subiera a decirles algo o que se fuesen a tomar algo a un bar… donde tampoco dejarían nunca de hablarles. Así que, entre el sueño reventado, los niños levantándose y el presidente deprimido, poco a poco se le había formado esa idea en la cabeza.

Su vida parecía una gran orquesta: gritos en casa, gritos en el trabajo, gritos en el bar, gritos por la noche y dormir poco, muy poco. No podía descansar del tirón salvo en las vacaciones, aunque hacía cinco años que, entre subir los impuestos y congelar los sueldos, no tenía unos días para viajar. Por eso había reventado, había tirado de tarjeta en un último capricho, y se había lanzado a la paz de las vías del tren.

Cuando llegaron los dos policías, a eso de media hora desde que el desdichado se lanzase a la vía, el más joven no se creía lo que veía. El veterano se quitó la gorra y comenzó a pensar cómo podría escribir un informe de eso.

Sobre los raíles, el supuesto suicida estaba sentado, leyendo una antología de Gloria Fuertes que había comprado ahogando la economía familiar del mes.

—¡Pero, hombre!—dijo el policía. — apártese de ahí, ¡no ve que le va a pillar el tren!

—¿Qué tren? — sonrió sarcástico —Este es el único sitio donde se puede leer en paz: ni en casa, ni en el trabajo ni en el bar ni los malditos vecinos me dejan un solo segundo de silencio. Aquí al menos no hay gente, ni ruido… ¡Si hasta han quitado el bar! ¡Y ya que se han encargado de que este apeadero esté en silencio la mayor parte del día, habrá que aprovecharlo, digo yo!

Profesor en el colegio PVIPS Adalid Meneses en Talavera de la Reina, Miembro de la Asociación de Escritores Insomnes y guionista de Cómic.
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