Cada mes nuestro colaborador Carlos Peinado nos trae un breve relato que te sumergirá en una concisa historia muy curiosa.
Había una vez un anciano que vivía en Talavera. Había nacido y se había criado allí… un niño de la guerra que había crecido por encima de las expectativas, al igual que la ciudad, para luego, con la edad, marchitarse… al igual que parecía hacerlo Talavera. Era de los más ilustres y caesalobricenses ejemplares de la población pero, para el asombro de propios y ajenos… ¡no le gustaban las Mondas!
Había logrado éxito en su labor profesional y, ahora que era viejo, rico y admirado internacionalmente, había captado la atención de los próceres de su localidad: los mismos que no habían tenido en cuenta los cuarenta años de madrugones y esfuerzo, querían premiarle ahora que estaba jubilado y no deseaba más que tranquilidad. Y, por eso, el hecho de que jamás fuese a las Mondas se había convertido en un problema. Debían exhibirle como un estandarte, al menos mientras tuviera buena planta y no desvariase.
Al principio creían que, dado que él era talaverano, tal vez sintiese algo contra los pueblos de alrededor. Al fin y al cabo, las Mondas terminan en la Ermita del Prado, y los que llevaban tanto tiempo viviendo allí lo consideraban aún “fuera de la ciudad”, pero siempre que le preguntaban, tenía un gran sentido de la región, y le decía a todos que éramos más jareños que manchegos… y a mucha honra.
Luego pensaron que tal vez fuera una de esas quejas que tenían muchas personas: que se estaban desvirtuando las Mondas, perdiendo tradición por oportunismo político y quién antes denostaba las fiestas ahora se ponía el traje o el fajín y salía a desfilar como el que más. Pero tampoco era ese el motivo, ya que, como hombre pragmático que era, sabía que había que sacar beneficio de las cosas, y dado que desde las altas esferas no nos daban casi nada, había que aprovechar que era una fiesta de interés nacional y hacer que todo el mundo acudiese a gastarse el dinero a Talavera… que algo se quedaría, aunque sólo fuese la resaca de la fiesta.
Los ediles estaban desesperados: con lo que gusta el postureo a los talaveranos y ese macarra setentón se negaba a ocupar un espacio de honor. Todos, fuesen del partido que fuesen, suplicaron a una a ese hombre, que sólo accedió a acudir a las Mondas si le dejaban hacerlo “a su manera”. Tras escucharle, y totalmente sorprendidos, acordaron dejarle hacer.
Cuando llegó el desfile de Mondas y todo el mundo se divertía, los caballos piafaron ante la presencia de ese grupo que tenían delante. Allí estaba ese hombre, que se había prometido hace más de sesenta años no volver a ver ese espectáculo dantesco, con un grupo de hombres contratados, mercenarios que llevaban en sus manos enguantadas grandes tubos de plástico. Un gran camión estaba tras ellos y, a sus pies, una barricada de cajas de plástico conformaba un pequeño fortín a mitad de trayecto. Algunos caballistas se alarmaron, pero sus monturas no dudaron. Algunos con paso lento, otros casi al galope, se desplazaron ignorando las órdenes de sus jinetes.
El anciano sonrió a la amazona mientras acariciaba el cuello del palafrén, que bebía ávidamente de las bañeras llenas de agua, mientras los operarios usaban las mangueras para echar más líquido a las que se agotaban. Con ese calor, todos sudaban, pero ese anciano por fin podía cumplir el sueño que tuvo de pequeño: dar de beber a los sufridos equinos, que babeaban salvajemente bajo el sol de abril.
Por fin había hecho las paces con las Mondas.