Un breve relato que te va a sumergir en una concisa historia muy curiosa. By Carlos Peinado.
El depósito del coche amenazaba con incendiarse, despidiendo un humo negro y pesado, cuando los servicios de emergencia por fin llegaron. El Nissan estaba dado la vuelta, con el techo totalmente aplastado. Los bomberos y el personal de la ambulancia corrieron hacia el vehículo… pero dentro no había nadie, sólo una zapatilla perdida por el conductor que había salido por la ventana.
A un kilómetro de allí, arrastrando una pierna mientras reptaba como podía, avanzaba por el arcén el accidentado, con una idea fija en la cabeza: alejarse de allí. Presa del pánico, no había pensado todavía en las heridas que tenía, e iba dejando una estela carmesí tras su maltrecho cuerpo, mientras hacía caso omiso a las pitadas de los conductores.
Todo había sido por culpa de ese perro… del meme que le habían pasado por Whatsapp y que le había hecho perder el control del coche, que daba ya por perdido. Con una obsesión latiéndole en la mente, ir hacia el este era lo único que evitaba que se desmayase. Una férrea determinación le obcecaba, espoleándole, centímetro a centímetro, sin tener en cuenta el dolor o la pérdida de sangre. Siquiera oía las sirenas que, tras comprobar que no estaba en el coche, le buscaban con las primeras luces de la mañana.
Cuando le encontraron, estaba boca arriba, boqueando como un pez salido del agua, y a las heridas del accidente debía sumar sus codos despellejados. Las lágrimas le corrían por la cara manchada, y se sentía derrotado.
– ¿Está bien? – Le preguntó el extrañado enfermero, al tiempo que comprobaba la gravedad de las heridas.
– Si, he tenido un accidente con el coche, no se preocupe.—Respondió como pudo el hombre, que se sentía roto y rendido.
– Tenemos que llevarle al hospital, se va a poner bien – dijo el técnico mientras trataba de ponerle un collarín.
Entonces, el herido se revolvió como una serpiente, intentando retomar su postura inicial para seguir avanzando. Pero no pudo arrastrarse ni dos metros, ya que el enfermero y el técnico se le echaron encima para inmovilizarle.
– ¡Soy de Illescas! ¡Soy de Illescas! ¡Me corresponde ir al hospital más cercano! – empezó a gritar, desesperado.
Por un momento, los operarios de la ambulancia dudaron: no sólo le habían visto muchas veces en Talavera desde que eran mucho más jóvenes, sino que su coche se había accidentado saliendo de la misma a las seis de la mañana en dirección a Madrid. Además, ¿qué importaba de dónde fuera? Seguramente con sus heridas en un par de días estaría de alta. A lo mejor el golpe en la cabeza era más serio de lo que parecía. Le llevaron en camilla a la ambulancia y le pusieron una vía.
– No se preocupe, no es grave. Le llevaremos a una primera revisión a Talavera y luego le acercaremos a Toledo si tienen que ingresarle.
Entonces otra vez el herido, entre gritos, se quitó la vía y trató de huir, manchándolo todo de sangre y desequilibrando incluso la ambulancia que ya había arrancado. Ni las buenas palabras del enfermero, ni los porrazos de una pareja de la guardia civil ni los calmantes que le inyectaron en vena lograron evitar que se revolviese, gritando como un poseído. Tanto se quejó y tanto amenazó con bajarse e irse andando, que al final le hicieron caso y giraron rumbo a Toledo.
El convaleciente, sintiendo que la ambulancia daba la vuelta, notó cómo se relajaba y se dejó vencer por la medicación. Sabía que su madre se enfadaría por tener que ir a verle a Toledo, ya que vivía en la plaza del chicle. Sin embargo, él era un lector voraz de periódicos y sabía que no podía fiarse de los servicios de Talavera. Si en su ciudad sólo había un hospital y no paraban de quitarle plazas y especialidades, mientras que en Toledo ya estaban construyendo el quinto, por algo sería. En su febril mente, creyó descubrir una conspiración para despoblar Talavera, aunque tuvieran que matarlos directamente, uno a uno, en el hospital: así se quedaría la ciudad sin fuerza política, al igual que ya les habían quitado el agua y las esperanzas.