Los termómetros se desploman, los días son más cortos y el aire se impregna del olor a castañas asadas. Exacto, llega la Navidad puntual como todos los años, esa que, quizá por vivirse con más ilusión que ahora, en nuestra adolescencia nos dejó más marcados, añorando aquellos días de niebla. El primer síntoma de que se acercaba la fiesta era ver el alumbrado navideño, con sus miles de bombillas multicolores dando una calidez especial al gélido clima que se iba adueñando del mes de Diciembre. Después, los clásicos puestos de regalos, bufandas, complementos y artesanía aparecían como por encanto en las murallas de la calle Carnicerías, en un escenario inigualable, justo al lado del Belén a tamaño natural representando el Nacimiento, con sus molinos, tahonas, pesebres y pastorcillos deambulando felices entre el gentío que se arremolinaba para disfrutar de la representación. Visitar esto no quitaba tiempo para juntarse con los amigos, adquirir unas panderetas y unas zambombas en los puestos que se situaban en la plaza de España y rondar por los comercios pidiendo el aguinaldo a cambio de unos villancicos medianamente bien entonados. Las ganancias, cuando las había, eran destinadas casi siempre a las cañas del día de Nochebuena en forma de fondo común. Pero antes, había que despertarse el día 22 acompañado de la interminable letanía que los niños de San Ildefonso cantaban con su particular soniquete, acabando casi todos los premios en “ciento veinticinco mil peseeeetas”. Siempre se quedaba uno con la curiosidad de saber como reaccionaría si le tocaba el Gordo de Navidad, y en qué gastaría tanto dinero. Enseguida llegaba Nochebuena. La gente salía a disfrutar de las cañas a mediodía, como ahora, y la cosa se podía alargar hasta bien entrada la noche. La oferta de lugares para celebrar este día era infinita, pues además de los ya típicos se sumaban todo tipo de locales donde se colocaba un grifo de cerveza y una parrilla para asar carne (no todo va a ser beber) y hacer sonar la botella de anís al ritmo de los ya consabidos villancicos, que entre sidra, champagne y turrón te llevaban hasta la Nochevieja. A aquella cena con la familia, con ese tío tuyo que siempre va con un par de copas de más, los primos pequeños que se han comido todo el turrón de chocolate antes de cenar y, claro, los langostinos, el jamón, el pavo, el chuletón y todo lo que supone una cena como esta, bien regadita con los más diversos licores, y claro; a la hora de comer las uvas y contar las campanadas, la abuela ya se había dormido, el tío estaba como una cuba y los primos con una indigestión de caballo. Ese era el momento en que, mientras tus padres veían el típico especial de Raphael o de Martes y Trece en la primera, tú te duchabas, te perfumabas, vestías tu mejor traje, le pedías a tu padre que te hiciera el nudo de la corbata y te lanzabas a la noche deseando entrar en el año nuevo entre amigos, cubatas y rodeado de cientos de mujeres con vestido de noche recién salidas de la peluquería.
Donde lo celebraras no faltaba nunca la bolsa con el cotillón: el mata-suegras, las gafas con nariz postiza, el gorrito, los confetis, el antifaz y el collar hawaiano. Todo esto, sumado a las ilusiones y esperanzas de lo que podría traer el nuevo año, hacía de esta noche una noche que para ser del todo mágica, había de terminar en una churrería al amanecer reconfortando el cuerpo con un chocolatito con churros bien caliente y pensando ya en los regalos para el día de Reyes.
Periodista en potencia en busca de nuevas fronteras. Amante de la buena música y de mis rinconcitos talaveranos!
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