Recuerdo como llegaba la primavera y la sangre se alteraba, y no sólo la sangre, sino que también las hormonas de nuestro cuerpo adolescente empezaban a burbujear como un sobre de Peta-Zeta. Vamos, que nos convertíamos en una bomba a punto de estallar, y para echar aún más leña al fuego, las chicas empezaban ya a despojarse de los cientos de capas de abrigo y mostrando su espléndida figura, haciendo que nuestros ojos se perdieran detrás de ellas…
Ahora echo la vista atrás y recuerdo cómo el sol empezaba a calentar agradablemente y como ello hacía más fácil lo de saltarte la clase de religión de Don Ángel a última hora del viernes en el instituto, para irte a pasear por el Prado con esa amiguita y su carpeta forrada con fotos de Bon Jovi y Eros Ramazzoti.
Y es que después de haber pasado el frío invierno talaverano, a veces más crudo que andar en ropa interior por Siberia, en cuanto salía un poquito el sol empezabas a ver con otros ojos el estanque de los patos del Prado, los puestos de chuches de las palomas, donde comprabas esas bolsas de pipas de cinco duros híper saladas que te dejaban la lengua como un zapato, y que luego te hacían ir a la fuente de las ranas a beber hasta que no te cabía más agua en la tripa.
Y es que en cuanto que llegaba el buen tiempo, olvidabas los fines de semana encerrado en casa viendo llover y empezabas a sacar como un loco de la mochila del instituto los libros de matemáticas y lengua, y en su lugar la rellenabas con un bocata de chóped, unos fritos y una litrona de Mahou comprada en el ultramarinos de debajo de casa, quedabas con los colegas, te bajabas al trastero de tu casa y empezabas a rebuscar la BH que te regalaron al comprar tu traje de comunión en las Mary’s para ir a darte un garbeo hasta la Portiña.
Eso si, para sacar la bici antes tenías que apartar el monopatín, la Botilda del un, dos, tres, un colchón viejo y el fuerte de Playmobil de tu infancia. Vamos, que cuando acababas, salías del trastero con más telarañas que Indiana Jones del templo maldito, y con una sonrisa de oreja a oreja.
Pero hay que ver que bonito era ir al campo, o simplemente a la Alameda que ya empezaba a teñir sus montículos del amarillo y blanco de las margaritas y tumbarse con los amigos junto al “loro” Sony de doble pletina donde escuchabas lo mejor de Radio Segurilla o lo último de Héroes del Silencio gracias a seis pilas de las gordas que te habían costado una pasta en la ferretería Figueroa, para cuando se gastasen, porque lo hacían en la tarde, ir a jugar al fútbol contra los del otro barrio en partidos donde se hacían más trampas que en una timba de póker y en los que había más patadas que goles y nadie admitía perder. Pero lo importante era pasarlo bien y, sobre todo, que las vacaciones de verano ya no parecían tan lejanas.