Sarai Mendoza, ganadora del VI Certamen de relato corto Talavera Negra

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La sexta edición de la iniciativa de la Asociación Músico-Cultural Always Elvis en colaboración con el Ayto. de Talavera de la Reina denominada Talavera Negra batió récords en cuanto al número de trabajos presentados ya que computando los relatos cortos y los cómics el jurado tuvo que valorar 557 obras originales.

El Punto de Encuentro Cultural El Salvador acogió la gala de entrega de premios el pasado jueves 26 de abril. La ganadora de relato corto «Talavera Negra» a mayores de 18 años fue Sarai Mendoza con su relato «Mujer Armada». A continuación os dejamos con el relato ganador:

 

MUJER ARMADA

Ana era una chica joven, independiente, incomprendida, revolucionara e inconformista. A veces, según otros, extremista y feminazi, porque así se menosprecia y se desacredita a una mujer armada.
Desde adolescente se dio cuenta que algo fallaba en la sociedad donde vivía. Los piropos, eran algo habitual en su día a día. A pesar de lo que siempre había escuchado, “una chica bonita recibe piropos de buen agrado”, ella no lo sentía así. Esos “inocentes” piropos se convertían en acosadores, soeces, vulgares, obscenos, incluso a veces, amenazantes si los obviaba.

– Morena, ¡quién te pillara!, balbuceaba un hombre que, por edad, podría ser su padre.
– ¡Nadie!, porque no soy tuya. Le recriminó Ana. Ese día que tuvo valor para contestar, fue el primer paso para armarse. Pero no siempre esos hombres se quedaban callados, a veces incluso sus improperios iban a más.
«¿A qué te toco el culo si me da la gana?” Llegó a amenazarle un chico. A veces era mejor no meterse en problemas, seguir caminando y obviarles. No podía pasear tranquila, ni llevar una camiseta ajustada, los hombres, de todas las edades, comentaban lo primero que les pasaba por su mente. No tenían derecho a opinar sobre su cuerpo, sobre su falda o sobre su escote, pero actuaban con total impunidad, sabiéndose superiores, con el respaldo de que pueden hacerlo.

En su entorno, no mejoraba mucho la situación. Los jóvenes de su edad cuestionaban la vestimenta y la libertad con la que ejercía su vida. “¡Con esa falda pareces una puta!”, “¡Tápate ese escote!”, “Sólo ligas con los chicos porque te ven como un trozo de carne”, “Menuda zorra hablando con todos los chicos del grupo”, “Vas de víctima, pero eres el verdugo”, “Luego os quejáis de que os violen, pero ¡mírate!”. La lista sería infinita, tan largo como vivir eso, día tras día desde que era adolescente.

Pero el peor episodio estaba por llegar. Una noche que le hizo cambiar por completo. Una historia que le hizo ser una superviviente de la lucha armada. Una batalla que dejaría secuelas.
Volvía sola después de una noche de fiesta, como muchas veces antes, no tenía miedo, o eso se decía a sí misma. Su amiga le había aconsejado coger un taxi, pero hizo caso omiso a su recomendación. Su camino trascurría con normalidad, pero no corría riesgos, si se topaba con un grupo de chicos, cruzaba de acera. Si veía a otro hombre tras ella, aceleraba el paso. Aun así, intentaba pensar que tenía que tener valor y que nada le pasaría. Aunque Ana fuese así, la barbarie sigue suelta, acechando en cada esquina, en cada callejón, en cada portal. Aliviada de haber llegado a la puerta, se dispuso a abrir, pero algo pasaba, la llave no entraba bien, se había quedado encasquillada, y sin saber de dónde provenía o como llegó hasta ella, alguien se abalanzó y la abordó por la espalda. Tapó su boca con la mano derecha mientras le susurraba al oído “shhhhh, no grites”. Con la otra mano le realizaba tocamientos por encima de su vestido. Bajaba la mano restregándola por todo su tembloroso cuerpo, lentamente, recreándose.

En ese momento, en ese instante, el ser humano tiene dos reacciones ante el miedo: quedarse paralizado, no reaccionar ante ningún estímulo y que aquello acabe cuánto antes o intentar huir y escapar. Ana luchó contra aquel hombre. Pataleó insistentemente con fuerza, tenaz, resistiéndose. Intentaba gritar, pero su boca tapada impedía que apenas saliese un hilo de voz. Estaba exhausta. Se repetía interiormente, “esto no me puede estar pasando a mí”. Y en un último intento de zafarse, puedo morder su mano y gritar. Sabía que, si nadie la escuchaba en ese momento, estaba perdida. Pero entonces una persiana sonó, sintió como era liberaba y su agresor huía calle arriba. Abrió la puerta del portal y corrió a casa. Entró, se desplomó en el suelo y rompió a llorar.

Hasta la mujer más valiente está indefensa. Tenía muchos miedos cuando llamaron a la policía, “¿y si piensan que he bebido más de la cuenta?, ¿y si piensan que llevaba el vestido demasiado corto?, ¿y si piensan que me lo he inventado?, ¿y si piensan que me lo he buscado yo?”. Aunque hubiese escapado estuvo a punto de quedarse sin fuerzas “¿y si me hubiese amenazado con un arma?” estaba aterrada.

A los pocos días fue a la comisaría, donde le enseñarían fotos de depredadores sexuales, para ver si reconocía a su agresor. No podía creer la cantidad de hombres fichados por aquellos hechos, todos y cada uno ya libres por haber cumplido condena. Le entró un escalofrío al ser consciente de que todos ellos merodeaban por las calles. Al parecer Ana tuvo suerte, pudo escapar, pero no fue así con otras tres chicas que, en la misma semana, habían denunciado agresiones. En aquella ciudad, en una semana, tres chicas habían sido abordadas, despojadas de su libertad como ser humano y mancilladas, y quizás algún otro caso que no denunció por miedo. Ella lo había hecho aconsejada por sus compañeras que en ese instante estaban en el piso de estudiantes, si hubiese estado sola, aterrada como estaba, seguramente no hubiese denunciado y si su agresor hubiese logrado lo que buscaba, la vergüenza, aún mayor, se hubiese apoderado de ella. ¿Por qué las víctimas se avergüenzan de lo que les han hecho? ¿Por qué se inculca el miedo a delatar a un agresor? Todo eso se cuestionaba tras vivir aquel episodio.
A pesar de aquello, intentó hacer vida normal. Le aconsejaron cambiar de ruta para ir a clase, ir a otro supermercado a hacer la compra y siempre volver a casa acompañada. Ella tenía que tomar precauciones para no ser abordada de nuevo, pero él estaba suelto sin preocuparse por absolutamente nada.

No dijo nada a nadie, pocas personas de su entorno sabían lo sucedido y ni siquiera su familia supo nada nunca. Era miedo a ser juzgada, como cuando fue adolescente. Pero Ana ya no era aquella joven. Fue un episodio tan horrible como determinante para comenzar con mayor fuerza su lucha. Desde ese día no permitía que se cuestionase como vestía una mujer, si bebía o si iba sola. Cuestionar a las mujeres que denunciaban casos de extralimitación del hombre, le hacía que algo se removiese en lo más profundo de su ser. Cuando han estado a punto de robarte tu dignidad, cuando han estado a punto de borrarte tu sonrisa y han privado tu libertad como mujer, tienes fuerzas para salir a la calle, sin miedo y con más coraje que nunca. Porque has estado ahí, has sentido como tu vida se desdibujaba y has salido airosa. Ya no eran aquellos piropos de los que muchos hombres se jactaban, ya no era cuestionar su vestimenta, un hombre se había creído con el derecho de poseerla como si fuese suya. Ana ahora estaba armada y quería que todas las mujeres lo estuviesen.

Mujeres armadas de valor, armadas de libertad, armadas de compromiso, armadas de fuerza, armadas de empoderamiento, armadas de coraje, armadas de constancia, armadas de sueños, armadas de metas y propósitos. Porque el acto más valiente de una mujer armada, es alzar la voz.

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