Cosas del Amor

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¿Y si lo que llamamos “amor” se trata de un juego en el que todos sus jugadores quieren ganar? ¿Y si en realidad la mayor victoria en él consiste en ser feliz mientras lo practicamos? Lo que no sea disfrutar de él, no corresponde con la clase de amor que en esta etapa de la vida merezcamos vivir.

 Ese que nos alzaba de cada caída y nos daba la mano por la calle y en épocas de frío nos la apretaba aún más fuerte con tal de que no pasase el más mínimo soplo de aire entre las diminutas comisuras que quedaban al descubierto. Ese amor que olía tan bien que ningún perfume será capaz de superarlo jamás, el que preparaba las mejores bañeras de agua caliente y jabón y cambiaba cualquier plan por pasar más tiempo con nosotros. Ese con tan buena mano en la cocina y ha curado nuestras heridas por arte de magia con sólo besarlas. ¿Quién no recuerda el amor incondicional de una madre?

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Pero después de este amor, ¿qué o quién llega? Hubo una época en la que el querer estaba de moda, ¡lo queríamos todo! Los niños se volvían locos por coleccionar cromos de jugadores que siquiera sabían de su existencia y por circuitos de coches que finalmente terminaban dentro de una caja de zapatos… ¡Y de las Barbies! Aquellas muñecas perfectas que caían en nuestras manos y tardaban dos segundos en pasar de ser la Reina Leticia a convertirse en Amy Winehouse.

Años en los que queríamos ser peluqueras durante las mañanas en las que el baño quedaba libre, maestras de letra ilegible y frases sin sentido, cocineros cuyo plato estrella serían las patatas fritas, modelos que se saltaban la dieta cada tarde en casa de la abuela, doctores cuya única preocupación era que el paciente se fuese con una piruleta de vuelta a casa, y así sucesivamente. Queríamos tanto, y de corazón, que nos conformábamos con nada.

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¿Y de ese amigo con el que compartíamos hasta la merienda del recreo? Único ser en todo el planeta que sabía inconfesables secretos como hasta qué edad estuvimos durmiendo con nuestros padres. Persona ideal para montar en bicicleta por las tardes, compartir pupitre y lapiceros e invitar a comer a casa los domingos.Alguien con el que nos sobraba todo y en el que el dicho “tres son multitud” adquiría sentido. Un amor incondicional en el cual no existía rencor por muy grande que hubiese sido el enfado que causara el cardenal de la espinilla.

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¿Y aquella primera persona que nos robó un trocito del corazón nada más empezar el instituto? Imposible no haber experimentado la sensación de enviar o recibir una carta de un admirador acompañada de una tímida sonrisa o de un enrojecimiento de mofletes. Amores que traían consigo meses de búsqueda y sólo dos semanas para su olvido.
Nadie imagina la cantidad de personas que pasan por nuestra vida. Hay quienes tienen el valor suficiente de encontrar una persona y llamarla “amor de su vida”, con la que envejecer, es el mayor de los propósitos. Y hay quien prefiere no aferrarse a nadie e ignorar el concepto de “media naranja”. Definitivamente no importan las personas que pasen por nuestra vida y el tipo de amor que estas sientan hacia nosotros, sino la vida que éstas sean capaces de contagiarnos.

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Lo que llamamos “amor” es un juego (en el que siempre queremos ganar) compuesto de etapas, en las que cada una de ellas pertenece a un rango de edad y jamás podrás pasar a la siguiente sin haber completado la anterior. Lo más importante del juego es sentir que de verdad estás siendo feliz mientras lo practicas, al menos un ratito cada día. Lo que no sea disfrutar de él no corresponda con la clase de amor que en esta etapa merezcamos vivir. Por eso, hagamos lo que hagamos el catorce de febrero, ya sea cocinar con nuestra madre, salir con amigas o cenar en pareja; espero que seamos muy felices, pero de verdad.

Por Belén García-Gil. Estudiante de Logopedia. Amante de la moda, la naturaleza, la pintura y los relatos.
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